Los cátaros se oponían a los católicos por su dualismo: según ellos, el mundo carnal era obra del diablo. Vivían según sus propias reglas y solo reconocían un sacramento, el «consolamentum», que tenía lugar durante el matrimonio, la extremaunción, el bautizo, etc.
Aunque surgió del catolicismo, el catarismo fue rápidamente calificado de «herejía» por el Papa de la época. Este lanzó la «Cruzada contra los Albigenses» para destruir el movimiento. La cruzada pasó de ser una «Guerra santa» a ser una verdadera guerra geopolítica en favor de los intereses del rey de Francia.
Los castillos hasta ese momento señoriales servían de refugio a algunas poblaciones cátaras.
El rey de Francia se fue apoderando de ellos y los fue convirtiendo en auténticas fortalezas militares, encargadas de defender la frontera francesa frente al Reino de Aragón. En esta lucha encarnizada, las abadías desempeñaron un papel de apoyo a la Iglesia católica. Poco a poco, los castillos fueron cayendo en manos de los señores del rey. Los cátaros se vieron obligados a huir. Y a la cruzada le sucedió la Inquisición. Ante este tribunal, los creyentes cátaros tenían la opción de abjurar de su fe o ser condenados a la hoguera. La inquisición acabó con el catarismo. El último perfecto fue quemado en la hoguera en 1321 en Villerouge-Termenès, casi un siglo después del inicio de la cruzada.